Picasso: El niño que nunca dejó de pintar
🌸🎨Pablo picasso el pintor español mas famoso del mundo.
Pablo Ruiz Picasso llegó al mundo un 25 de octubre de 1881, en Málaga, una ciudad llena de sol, mar y vida. Lo que nadie sabía en ese momento era que ese niño se convertiría en uno de los más grandes genios del arte.
Fue el primer hijo de José Ruiz Blasco y María Picasso López. Su padre, que siempre soñó con ser pintor, terminó como profesor de dibujo en la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo. Su madre, en cambio, era la fuerza de la familia, una mujer con carácter y determinación. Picasso la admiró toda su vida y siempre habló de ella con cariño, como si fuera su refugio y su guía.
Desde pequeño, Pablo dejó claro que el arte era lo suyo. A los ocho años, después de ver una corrida de toros—una de sus grandes pasiones—pintó El picador amarillo, su primera obra al óleo. Ese cuadro se convirtió en algo especial para él, casi un amuleto, como si en cada pincelada hubiera quedado atrapada una parte de su infancia.
Pero la infancia es frágil, y en 1891 la familia tuvo que dejar Málaga por problemas económicos. Se mudaron a La Coruña, y para Pablo fue un golpe duro. Perdía su ciudad, sus amigos, sus toros… “Ni Málaga, ni toros, ni amigos, ni nada”, llegó a decir con tristeza.
Aun así, encontró consuelo en el arte. Dibujaba sin parar, perfeccionando su trazo y confiando cada vez más en su talento. A los 13 años ya tenía su primera exposición, una señal de lo que estaba por venir.
Sin embargo, 1895 fue el año que le dejó una marca profunda. Su hermana Conchita falleció, y ese dolor lo cambió para siempre. Quizás ahí entendió que el arte no solo era su don, sino su forma de sobrevivir.
Desde entonces, su vida fue una constante búsqueda, una reinvención sin fin. Pero todo empezó en Málaga, con un niño que pintó un picador amarillo y que, sin saberlo, ya estaba dibujando su destino.
🖌️🌼Entre Barcelona, Madrid y París, el nacimiento de un artista
Entre 1895 y 1900, Picasso vivió unos años clave. Fue el momento en que realmente despertó como artista, descubrió la bohemia y empezó a tomar decisiones que marcarían su vida y su carrera. Cambios, aprendizajes y una energía imparable lo llevaron a convertirse en algo más que un simple estudiante de arte.
El otoño de 1895 trajo una mudanza importante: la familia Ruiz Picasso se instaló en Barcelona. Su padre consiguió un puesto como profesor en la Escola de Belles Arts de La Llotja, y Pablo, con solo 15 años, se presentó a los exámenes de ingreso. No solo los aprobó, sino que dejó a todos con la boca abierta. Dos años después, ya estaba presentando Primera Comunión en la III Exposición de Bellas Artes e Industrias Artísticas de Barcelona. No era un alumno más, eso estaba claro.
En 1897, su óleo Ciencia y Caridad le consiguió una mención honorífica en la Exposición General de Bellas Artes de Madrid. Fue su primer gran logro en la capital y convenció a su familia de enviarlo a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Así que, en otoño de ese mismo año, Picasso llegó a Madrid y se enamoró del Museo del Prado. Velázquez, Goya, El Greco... Pasaba horas estudiando sus obras, copiando detalles, absorbiendo cada pincelada. Pero Madrid no solo era museos: también eran sus calles, su gente, su energía. Picasso las observaba y dibujaba sin parar, capturando todo con su trazo único.
Pero la vida le tenía preparada una pausa forzada. Una escarlatina lo obligó a dejar Madrid y refugiarse en Horta de Sant Joan, un pequeño pueblo de Tarragona, donde su amigo Joan Pallarès lo acogió. Entre montañas y tranquilidad, Picasso tuvo tiempo para recuperarse… y pensar. Cuando volvió a Barcelona en enero de 1899, lo tenía claro: la academia no era para él.
Y ahí empezó a tomar forma el verdadero Picasso. Lo primero que hizo fue cambiar su firma: dejó atrás el apellido de su padre y se convirtió simplemente en Picasso, un gesto simbólico que marcó su independencia. Se sumergió en la movida bohemia de la ciudad, pasando horas en Els Quatre Gats, la cervecería donde se reunían artistas, escritores e intelectuales modernistas. Allí se hizo amigo de Carles Casagemas, Jaume Sabartés y los hermanos Soto, todos fascinados por la vida cultural de París, la ciudad con la que soñaban.
Ese sueño no tardó en hacerse realidad. En septiembre de 1900, Picasso y Casagemas se subieron a un tren rumbo a París. La ciudad lo envolvió con su magia: la luz, los cafés, el arte en cada esquina. Se instaló en Montmartre, en un estudio que antes había pertenecido a Isidre Nonell, y se dedicó a absorber todo lo que podía. Degas, Toulouse-Lautrec, Gauguin… París le ofrecía una nueva forma de ver el arte, y él se dejó llevar.
Pero no todo fue color de rosa. En diciembre volvió a España y, unos meses después, en febrero de 1901, recibió una noticia que lo sacudió: Casagemas, su gran amigo, se había quitado la vida tras un desengaño amoroso. Fue un golpe durísimo. El dolor se reflejó en su pintura y dio inicio a su famosa Época Azul (1901-1904). La muerte de su amigo quedó inmortalizada en La muerte de Casagemas, una obra cargada de tristeza y duelo. A partir de ahí, su paleta se enfrió, sus personajes se llenaron de melancolía y su arte empezó a hablar de los marginados, de la soledad, de lo que duele.
Entre Barcelona y París, Picasso fue dejando atrás al joven estudiante para convertirse en un artista con voz propia. Todavía el mundo no lo sabía, pero aquel chico malagueño estaba a punto de revolucionar la historia del arte para siempre.
'' Picasso fue la prueba viviente de que el arte no es una respuesta, sino una pregunta infinita. No pintaba lo que veía, sino lo que sentía; no copiaba la realidad, la desarmaba y la reconstruía a su antojo. Su genio no estuvo en la técnica, sino en la audacia de desafiar lo evidente, en la capacidad de ver en una línea la esencia de un rostro, en la certeza de que el mundo no es como lo miramos, sino como lo interpretamos.
Su vida fue un manifiesto contra lo estático. Nunca fue el mismo artista dos veces, nunca repitió una verdad sin antes cuestionarla. En un mundo que exige certezas, Picasso eligió la duda, la transformación perpetua. Y quizás ahí radique su verdadera inmortalidad: en recordarnos que la única forma de ser libres es atrevernos a ver más allá de lo que nos enseñaron.''




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